Mientras un grupo de niños se divierte jugando con sus palas y baldes en la playa de Pelluhue, en el sector alto de la localidad, Lucila Alarcón Orellana (66) y su marido, Diego Recabarren (69), no pierden de vista la imagen del mar. A pesar de estar a un kilómetro de la playa, desde el 27 de febrero de 2010 Lucila evita visitarla.
La noche del terremoto, el matrimonio se aprestaba a dormir en su casa, ubicada a un costado del negocio que administraban, a sólo 30 metros del mar. Habían decidido tener su propio local de abarrotes, tras toda una vida de trabajo como recolectores y vendedores de mariscos.
Fue el movimiento telúrico lo que los despertó y alertó del peligro, pero resolvieron quedarse. Pese a que Lucila le pedía a Diego en reiteradas ocasiones que huyeran, él se negaba. «Yo soy inseparable de mi marido, nunca lo dejo solo. Me dijo que no nos íbamos a ir porque no se rompió nada en la casa. Ni los vidrios».
Cuando su marido por fin accedió, observaron que una ola de cinco metros se dirigía hacia ellos y los alcanzaba en el momento en que sacaban la camioneta. Lucila fue arrastrada por la marejada, que la hundía una y otra vez. «Tragué agua y arena, pero nunca perdí el conocimiento», rememora. Logró aferrarse a la protección de una de las ventanas de su casa. Ahí permaneció, mientras veía cómo la corriente se lo llevaba todo.
Apenas el mar descendió, con el cuerpo a maltraer, logró subir gateando hasta la casa de su hermana, con la certeza de que su marido había muerto. «Lo único que pensaba era que el mar se lo había llevado», recuerda.
Estuvo horas esperando, hasta que su esposo, completamente mojado y con diversos cortes, apareció por el marco de la puerta. Emocionada, Lucila lo abrazó. «Yo no sentía las cosas que había perdido. Lo único que pensaba es que me sentía feliz porque estábamos juntos otra vez. Ahora, el 18 de enero cumplimos 45 años casados. Somos inseparables, no peleamos ni nada. Por lo menos, Diosito nos tiene juntos», cuenta con lágrimas.
Diego había logrado sobrevivir luego de que lo arrastró una ola. Debido a los años y la experiencia como pescador, logró nadar por debajo de los escombros que traía la corriente, hasta que se aferró a la plancha enredada en el dintel de una puerta. «Salía a superficie y vi un mar de tablas y de escombros, hasta autos había», dice Diego.
Cuando el nivel del agua bajó, lo primero que hizo fue buscar a su esposa; los vecinos le dijeron que estaba a salvo.

