Voy y vuelvo…!!: Después de un memorable entierro

El pasado ha venido a visitarme.

Tiene textura de musgo verde petróleo y el olor de las flores que se pudren. El ruido de la lluvia y los ladridos de los perros callejeros.

Me visita el pasado con su cara de muerte: resulta que tengo nostalgia del Cementerio General.

O tal vez nostalgia de los que ya partieron…

El pasado emocionante de las correrías por las alamedas y las escaladas en las tumbas. Jugábamos a la casita con mi hermana chica. Las caminatas lentas y largas con mi abuela, cargando la escoba y el balde para limpiar unos cuantos nichos de los nuestros.

Recuerdo, como si pudiese recuperar el tiempo, la tarde aquella que me quedé encerrada entre esas enormes cuatro paredes.

Quiero recobrarlo porque, si no escuché la campana de aviso, fue a causa de mi reciente descubrimiento: la calma que sigue a un memorable entierro.

Falleció una vírgen de cabellos rizados y la sepultaron junto a sus muñequitos y trofeos deportivos. Debajo de un árbol, de su sombra; por debajo del pasto verde y la tierra seca depositaron su cuerpo, gracioso y pequeño. A la cruz le colgaron una foto y los souvenirs de su vida quedaron erguidos a su lado como velitas de cumpleaños.

Entre rezo y ruego al alma de la doncella, me pilló el aguacero y me golpeó la noche salvaje, alucinante y deforme.

Más he de temer a los vivos, no a los muertos, en opinión de las viejas de mi pueblo.

Caminé tranquila hasta el portón y grité un par de veces en dirección al baldío que seguía al camposanto. Mi corazón galopaba, a ritmo de caballo viejo.

Mentiría si afirmo que pasé la prueba sin miedo. Se me helaron los huesos cuando ví la silueta alada de un sujeto acercándose. En ese instante me volví carne de gallina porque supe enseguida que no era un fantasma sino un hombre, 30 centímetros más grande y grueso que yo.

Me aferré a las rejas del portón deseando que la figura fuera del más allá, y gritando como loca hacia el vacío con la esperanza de que lo cruzara algún transeúnte.

Entonces la figura alada, cada vez más cerca, levantó una mano y la luna brillante reflejó la hoja de un cuchillo…

Con la otra mano me tapó la boca. Y si no perdí el conocimiento fue porque caí en cuenta de que esa hoja brillante no era un filo, sino el costado de una escalerita que me sirvió para cruzar los altos muros del panteón.

Resulta que una vecina escuchó mis gritos ahogados y fue a avisarle al Sereno, que justo a esas horas había emprendido rumbo sin dejar llaves de su tesoro mortuorio.

El hombre grande que parecía alado, envuelto en su abrigo añejo, era hermano del Sereno. Según me contó él mismo, mientras me rescataba de mi encierro, apenas oyó que una chica se había quedado encerrada en el cementerio, agarró su escalera y se deslizó hasta mi jaula.

Para mi salvador la cuestión era distinta: no hay muerto santo ni vivo diablo.

-“Menos mal que salió, señorita… Váyase para su casa, y no se fíe ni de sus manos”- dijo, para desaparecer luego entre los curiosos apenas logré poner pie, del otro lado.

Por: María Elizabeth Cancino
Periodista y Licenciada en
Comunicacion Social

Ilustración: Hans Garrino

1 comentario

  1. Muy inquietante !!! He conocido aquel cementerio en una de mis visitas a Cauquenes. De noche, caminar junto a ese paredón, da miedo…

    Néstor R.

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