Ya es un juicio histórico que el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 y la posterior dictadura cívico militar en Chile, fueron experiencias dónde el Estado ejerció violencia extrema sobre un gran número de personas, vulnerando sus derechos fundamentales. Para no repetir esta experiencia en nuestra historia, es necesario construir una memoria social y colectiva comprometida con una cultura de respeto de los Derechos Humanos y de rechazo radical hacia la violencia como recurso de expresión política, en especial la que puede llegar a ejercer un Estado contra sus propios ciudadanos.
Desde una perspectiva profunda, todo lo acontecido en Chile entre 1973 Y 1990, representa una degradación moral que avergüenza al género humano. La dictadura vulneró la “dignidad humana” en lo más esencial, violentando la vida de hombres y mujeres, muchos de ellos desaparecidos hasta hoy. Esta barbarie se mantiene vigente cuando sigue impune, esperamos que la justicia pueda redimir parcialmente la ignominia y recuperar la dignidad de las víctimas haciendo Verdad y Justicia.
El término de la dictadura significó el inicio de un camino hacia la restauración democrática, un camino que después de 24 años todavía no termina. Si bien el dictador se retiró de la Moneda se refugió en la comandancia del ejército y dejó todo atado para que la institucionalidad dictatorial siguiera presidiendo la política nacional por décadas. Con ello se garantizaba la impunidad de civiles y militares que actuaron como verdugos, asimismo, se mantuvo un orden económico tremendamente ventajoso para empresarios criollos y extranjeros. Por último, se estructuró una legislación que dio garantías a los sectores de derecha, para preservar mayorías parlamentarias mediante el sistema binominal.
En pocas palabras, mientras el planeta entero enfrentaba una apertura inédita en la historia, en la
institucionalidad chilena operó una clausura. Lejos de prepararse para cambios democráticos en la sociedad chilena, las elites locales se aferraron a la constitución heredada de la dictadura, acomodándose a ella e impidiendo la expresión democrática de las mayorías ciudadanas de los chilenos que reclaman sus derechos. La constitución de Pinochet plasmó una sociedad y democracia clasista, excluyente y por lo mismo anti democrática.
Democratizar un país consiste, fundamentalmente, en ajustar las instituciones al amplio tejido social de la nación y en este sentido se hace indispensable reconfigurar la institucionalidad chilena. Eso pasa por una Nueva Constitución para nuestra república, donde el nuevo diseño solo puede emanar de la voluntad soberana de los ciudadanos, cualquiera sea la forma en que ésta se exprese. Democratizar Chile es poner todas las instituciones de un Estado responsable, como garantía, de una vida digna para hombres, mujeres y niños nacidos en este país, sin importar su condición social, su credo, ideología u origen étnico. En un Chile democrático todos deben encontrar su lugar, sin exclusiones.
Los chilenos debemos aprender a vivir con las cicatrices de un pasado triste y vergonzante que, por lo mismo, nos impone el desafío de restituir la “dignidad” a la vida en nuestra sociedad. Esta labor nos concierne a todos y atañe a nuestra estatura humana. No se trata de una cuestión etérea, lejana y ajena, la “dignidad” se realiza en la vida concreta de las personas, donde cada persona encuentra un lugar para su realización. Entendiendo que esto no se construye sobre el olvido sino al contrario, asumiendo un compromiso de rol activo con la demanda de VERDAD Y JUSTICIA AHORA que claman las víctimas y sus familias.
En el presente, los chilenos estamos llamados a construir nuevos horizontes democráticos, inclusivos y participativos que conjuguen el desarrollo moral y el crecimiento material, dejando atrás la tristeza y el rencor del siglo precedente, tenemos que ser capaces de encontrarnos y convivir en amistad cívica, tolerancia y Fraternidad.

