Voy y vuelvo…!!: “En Cauquenes ya no se come mariscos…”

“En Cauquenes ya no se come mariscos…”

Eso me dijo mi madre el Viernes Santo.
En mi infancia no hubo pascua del conejo para culminar estas fechas. Poco importa. Teníamos festines de cholgas asadas. Mariscales fríos de piure, ulte y choritos. Machas a la parmesana. Y pescado al horno relleno con cebolla y zanahoria. No comer carne era un placer.

Y la película “Jesús de Nazareth”, de Franco Zefirelli, telón de fondo. Como era muy larga, en la tele la pasaban en dos días.

Moisés… Calígula… La reina de Saba… El Manto Sagrado. Cine bíblico y mariscos. La idea de la religión resultaba atractiva. Incluso el Vía Crucis transmitido en directo desde el Vaticano.

“…En Cauquenes no se come más mariscos”…

-Estamos enojados con el mar- aclaró mi madre cuando me informó su decisión.
Y no es la única.

-¡Y cómo vamos a comer pescado si todavía flotan los cuerpos en el agua!.

Pienso en la señora Guadalupe. Hace 15 años que se dedica a la venta de frutos del océano. Estuve a punto de hacer caer en cuenta a mi madre, sobre la manifiesta injusticia con que están manejando el tema ella misma, y los otros.

En cambio, le dije:

-¿Y qué van a comer entonces, si no pueden comer carne en Semana Santa?

-Pollo, legumbres, arroz con huevo, tallarines, papa con tomate.

A río revuelto, ganancia de pescadores, dicen. Pero ante un maremoto, queda la desazón más pura.

Cuando la naturaleza se levanta y sacude no es culpa de nadie. A menos que tengamos el coraje de condenar a la misma tierra por las consecuencias de sus ajustes.

¿Será este el equivalente de culpar a Dios?.

En Semana Santa no se come carne por respeto al Crucificado, pero esta vez tampoco comeremos peces ni moluscos, por la pura bronca.

A mi madre la llamé “hereje”. Se defendió:

-Aquí la gente está mal. El mar le quitó los hijos de las manos. ¿Te imaginas lo que es eso?

Entendí que la hereje soy yo, incapaz de comprender la sagrada naturaleza de la vida y la divina fuerza del dolor humano.

El Hijo de Dios demoró 3 días en resucitar. Y la Vírgen lo lloró, pese a confiar ciegamente en el plan que su Padre le tenía destinado.

¿Acaso no es pertinente preguntarse porqué lloró la virgen?

Porque el dolor no tiene nada que ver con la Fe.

El llanto de mi madre y los otros es su decisión de rechazar, como si se tratara de basura, los pescados y mariscos. Y no es que hayan perdido la Fe. Es la expresión inocente de ese sentimiento misterioso y humano: el dolor.

Por: María Elizabeth Cancino
Periodista y Licenciada en
Comunicacion Social
Ilustración: Hans Garrino

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