Se me acusa de elegir lo precario. Lo bruto. Lo básico. Se me nota la falta de refinamiento y da la sensación de que así como me echaron al mundo me he conservado. Sin pulimientos. He retenido las sensaciones, los miedos y las fantasías de mis formas primeras. La ventana lejana desde la cual observo el mundo tiene las mismas vigas y los mismos vidrios sucios de mi niñez. Y hacen de las imágenes, indefectiblemente, un cuadro lleno de marcas.
De niña era, o mejor dicho, no era como una niña. Era una cosa rara, muy callada, lectora voraz sin filtro parental, lo que significó que a mis manos llegaran cosas nada recomendables para una nena, claro.
Me acuerdo de Palomita Blanca de Antonio Skármeta, y aún me calienta pensar en Juan Carlos y María peinándose “AHÍ” después de bañarse en pelotas en la playa. O los cuentos terribles de Edgar Allan Poe, que con su Corazón Delator me hizo preferir mearme en la cama antes que ir al baño en mitad de la noche. Y se suman las bestialidades de Horacio Quiroga. Por culpa de La Gallina Degollada, me causa pavor la estupidez humana.
Mis mejores amigos eran los monos de la tele y las novelas rosa. Mi mundo social era mi difunta abuela Fidelisa, que por cierto era una mujer que se deleitaba en detestar al resto, especialmente a mi madre, a quien yo encontraba tan hermosa…Una estrella distante, para robarle un poco a Roberto Bolaño, en total contraste con mi padre, gordito parrandero… el amor de mi vida…. que no me dijo te quiero hasta que tuve edad para que nos emborracháramos juntos.
Tuve también una hermana y un perro. El perro me enseñó a andar afirmada en su lomo.
A mi hermana la quería. Era un ser cálido, rollizo, al que deseaba tocar y abrazar. Pero apenas tenía 3 años cuando nació y varias veces me caí al suelo con ella encima, cuidando que a la chiquita nunca le pasara nada.
Eran días extraños, largos, larguísimos, sobre todo cuando me encerraban en el living para memorizar las tablas de multiplicar. O en las caminatas de mi casa a la escuela, mirando boquiabierta las revistas en los quioscos. Días calurosos sentada debajo del sauce llorón. Días frios con el barro hasta los tobillos cuando recién nos mudamos de la casa de la abuela Fide, que por cierto igual nos siguió…hasta la muerte nos siguió.
Esos días tenían su encanto. Un tono de cuento o de película. Días silentes y tristes. Días de fiestas observadas desde algún rincón. Días calmos. Días felices.
Cuando caíamos con gripe mi hermanita y yo, no habia que ir al colegio católico donde una monja me dijo que mis lunares de la cara eran signo de impureza. Mi mamá nos arropaba. Y veíamos tele acostadas comiendo galletitas con mermelada. Tortitas, les decíamos, porque las ibamos juntando en torre.
Días felices cuando jugabamos a las casitas. Toda la tarde nos llevaba a cada una armar su casa, sin hablar, justo para terminarlas cuando caía el sol y comenzar a desarmar antes de que nos agarrara la noche. Días felices cuando a hurtadillas jugábamos con el teléfono de línea de la casa de la madrina Silvia, apenas levantando el auricular y escuchando el piiiiiiiii. !Porque era toda una novedad! Y después, colgar rapidito y mirarnos en silencio.
El silencio.
Cuando pienso en mi infancia siento la mano gruesa de mi abuela, toco la piel blanca y lisa de mi madre, huelo la tierra y la transpiración de mi hermana, sueño con los brazos de mi padre y escucho el silencio, calmo, sutil. La expresión más precaria y esencial de la verdad.


Esa niña escribe muy bonito!!! Como cauquenino me siento orgulloso y sus imágenes me recuerdan aquellos años que dejé cuando me vine al Canadá. ¡Viva mi Maule, po!!! ¡Y que esta niña siga con esta bella columna!!!
Francisco Alvarez R.
Profesor de Técnicas Agropecuarias
Ottawa MSFT, Canadá
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